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POR VELIA GOVAERE - 11 de marzo 2018

 

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Estamos en una encrucijada histórica: o retrocedemos vergonzosamente como nación civilizada o saltamos a la vanguardia de los pueblos donde los derechos humanos son componentes esenciales de su idiosincrasia.

La primera luna llena del equinoccio vernal viene cargada de pronósticos reservados. Ese Domingo de Resurrección Costa Rica enfrentará todos sus abandonos. No es su mejor hora. En un instante crítico como ese, temores o prejuicios son los peores consejeros. Pero ese día llevarán la batuta, no las esperanzas. Y si en tiempos normales a nuestra bucólica indolencia le cuesta afrontar decisiones urgentes, mal momento este para descubrirnos divididos por una discusión que no es atinente a nuestros dilemas más apremiantes. Así estamos.

La encuesta del CIEP, única en su género por ser de tipo panel (aplicada a las mismas personas desde hace meses), muestra no solo el retrato instantáneo de la actitud del votante, sino la tendencia de sus cambios.

El 6 de marzo indicaba que los indecisos crecían a niveles históricos. Los que habían apoyado a otros candidatos en la primera ronda tendían a apoyar más a Carlos que a Fabricio. Los indecisos del 4 de febrero se inclinaban más por Fabricio, que conserva un caudal duro, pero había perdido 7 puntos, en tres semanas. En resumen: empate técnico con ligera ventaja de Carlos Alvarado. Pero la posibilidad de victoria de Fabricio se ve reforzada por el carácter vacacional del día de las elecciones, con votantes alejados masivamente de sus lugares de votación.

Producto de la indiferencia. Nos amenaza una involución cultural cuyas raíces son políticas, económicas y sociológicas. Sobre esa base se alimentan los avances confesionales. Pero la polémica llegó a un estrato de carácter ideológico que está más allá de razonamientos científicos o técnicos. ¿Por qué tendrían las periferias de nuestro desarrollo que atender razones, cuando no supimos ofrecer oportunidades? Su “verdad” nació de nuestra indiferencia.

Aquellos a quienes ayer no quisimos escuchar penurias, ahora nos pasan su factura de sordera. El dolor social y la disparidad territorial escapan del mundo real y se refugian en una anacrónica batalla espiritual de moralidad excluyente.

Es la hora de la impotencia de la razón porque lo racional se estrella contra la carga emocional del desaliento. Lo que se juega es la hegemonía de la tolerancia y la inclusión frente a la discriminación. Esa lucha tiene tanta trascendencia como el ordenamiento socioeconómico.

¡Vaya tiempos que nos tocó vivir! La humanidad conquista nuevas fronteras de inclusión fraterna y solidaria. Nosotros, en cambio, excepcionales como somos, arriesgamos involucionar de la ciencia al dogma, del derecho al prejuicio, de la tolerancia a la discriminación, de lo laico a lo religioso. Carlos Gardel se quedó corto. Nosotros probamos que 100 años son nada.

Es el brexit criollo. En nuestra flota institucional no hay barco que no haga aguas. La Caja, campante con sus interminables filas; las pensiones, en peligro mortal son atendidas con curitas; las carreteras con financiamiento no dan paso; la educación, con bullying reinante, deserción escolar y baja calidad y pertinencia, no hace honor a la enorme inversión que recibe.

Desigualdad galopante contrasta con inversión social, seguridad ciudadana encalla frente a sicariato. ¡Cómo me aflige que hasta perritos asesinen! Y de lo fiscal, ni hablemos: dos pasitos pa’lante y tres pa’trás, y a eso le llamamos avance que “tranquiliza” a las calificadoras de riesgo.

La batalla. En medio de semejante “ruta de la alegría”, logra posicionarse la sandez de que el peor peligro que nos amenaza viene de la inocente, sufrida y discriminada comunidad de nuestros hermanos y hermanas LGBTI. ¡Eso no tiene nombre! Como si el matrimonio igualitario amenazara más a la familia que el abandono imperante de la madre adolescente o la jefa de hogar sola. Pero allí estamos y esa es la batalla. No es la que escogimos, pero es la que nos toca.

Frente a semejante trance, unos tocan a rebato, advirtiendo que una victoria confesional podría convertirse en punto de inflexión de nuestro progreso. No solo como socollón profundo en nuestras tradiciones civiles, sino como escenario de más divisiones y enfrentamiento social.

Ni pensemos que la victoria presidencial se quedaría allí. Siguen después las municipales. Ya se anuncia un cambio en la legislación para permitir a las Iglesias mayor injerencia política, donde ya está organizado el “partido” religioso, convertido en medusa de miles de templos con fieles entusiastas.

Otros, en cambio, nos invitan a la serenidad, dando generoso crédito a la resiliencia de nuestra agotada disfuncionalidad institucional. Acuerpado hasta la saturación por personajes económicos del bipartidismo habitual, el posible presidente-pastor, reforzado ya en esa debilidad técnica, tendría políticas no muy diferentes a nuestro nadadito de perro habitual. Yo no dormiría confiada de ese lado. Ese tranquilismo extremo adormece nuestras capacidades de reacción.

La historia abunda en ejemplos de subestimación de peligros desencadenados por un voto. Cae por su peso el caso clásico de la República de Weimar, cuando la izquierda socialdemócrata menospreció el peligro de la victoria del nacionalsocialismo. No es el caso, pero conviene recordarlo. La victoria de Trump es más atinente.

Quienes hoy nos llaman a la tranquilidad creían que la solidez de la institucionalidad norteamericana sabría defenderse sola. Eso no es tan claro. En la novela de ese lobo que aún no termina, son incontables sus males y daños.

Después de ahora, las cosas no serán como antes. Una victoria confesional no será, tal vez, un cataclismo, pero tampoco es algo trivial que podemos dejar pasar. Estamos en una encrucijada histórica: o retrocedemos vergonzosamente como nación civilizada o saltamos a la vanguardia de los pueblos donde los derechos humanos son componentes esenciales de su idiosincrasia. ¡Y yo que siempre pensé que éramos uno de esos pueblos! Pues resulta que no. Nunca se puede dar nada por sentado. Esos son los enjeux: la apuesta de nuestra historia y de nuestra cultura que se juega en los idus de marzo.

La autora es catedrática de la UNED.